dilluns, 11 de juliol del 2011

Una dicha desconocida


Estaba muy tranquilo esa mañana. Es muy extraño, la verdad, pues casi siempre me siento agitado. El odio y la ira indiscriminados hacia todo y hacia todos me invaden casi a diario. Me molestan las miradas, el tacto, los olores, los ruidos, las aglomeraciones, la saturación visual de las calles... Pero esa mañana, una misteriosa serenidad había impregnado todo mi ser. No me reconocía, tengo que reconocerlo. Una cara apacible, sonriente y relajada eran ese día mis señas de identidad internas y externas. ¿Será una pesadilla?, pensé. No lo era. Ese día yo era otro: el yo virtual que nunca sale a la superficie pero con el que dialogo en mi interior a menudo en soledad. Por un día el yo real, angustiado y atormentado, neurótico hasta la náusea, se había desvanecido. 

Salí a la calle y todas las miradas que se me cruzaron dejaron de molestarme, los malos olores me parecieron exóticos, hasta sensuales, y las aglomeraciones, como algo natural. Me sentía como un niño que sale a la calle por primera vez, muy receptivo a los estímulos, predispuesto al cruce agradable de miradas y a disfrutar de una mañana soleada: nada que ver con mi yo real, afligido, lleno de estigmas, traumas y represiones. Esa dicha me era desconocida: la alegría que irradiaba acaso es la que queda sepultada bajo la losa de mi yo real: el yo que trabaja, tiene responsabilidades, que desea insaciablemente, y que debe fingir y sortear todo tipo de trampas en esa jungla que llaman vida adulta.

Era domingo, claro, y no había ido a trabajar: ya sabemos cómo puede llegar a corroer la tediosa jornada laboral en una oficina donde casi todos se odian cariñosamente. A eso atribuía en parte mi bienestar, a que no tenía preocupaciones ese día; con todo, nunca antes me había sucedido algo parecido... y ya llevo unos cuantos domingos a mis espaldas.

Conforme fue avanzando el día, sin embargo, mi ánimo fue cambiando: mi yo virtual dejó de sonreír de forma paulatina y casi imperceptible y comenzó a refunfuñar. Las cosas empezaron a molestarme, primero poco, luego cada vez más. Parecía que todo volvía a ponerse en su sitio. En eso que mientras andaba pensativo, el manillar de una bicicleta me tocó el brazo izquierdo. Me puse a cien. Insulté al ciclista. La rabia y el odio impregnaron todo mi ser. La furia interna se había desatado. Esa accidente con la bici fue la chispa que justificaría mi ira en mi diálogo interno. Volvía a ser yo, el yo real al que tanto estaba aferrado -pensaba-, y todo volvía a ser anodinamente normal: estresante, absurdo, hostil, violento, incomprensible.

Volví a casa rabiando y encendí el ordenador. "¡Venga!", le pegué un golpe a la torre. Ya conectado al mundo, sin pausa inicié la lectura -es un decir- de periódicos, webs y blogs en internet. Sin propósito. Sin destino. Para pasar el rato. Como siempre. Estaba desorientado e irascible. Volvía a sentirme como de costumbre. Era yo otra vez. Respiré intranquilo.

5 comentaris:

Doctor Krapp ha dit...

Mejor así, uno no debe dejarse engatusar por los caramelos envenenados que te ofrece el destino.

Denisse ha dit...

Conozco esos días vaciladores, en los que crees que, quizás algo esta cambiando en ti, o que solo es una recaida.

Pero al final de esos dias extraños, todo vuelve a su sitio, todo vuelve a ser normal.

Estoy muy de acuerdo con Dr Krapp.

Pesadillas con cuerpo ha dit...

Es curioso, y yo que pensaba que los días extraños eran los normales...

El bienestar es una anomalía extraña, una ilusión pasajera. Los caramelos casi siempre están envenenados... Qué mundo.

Gracias Dr. Krapp y Denisse Black por dejar vuestros interesantes comentarios.

Anònim ha dit...

Y sin embargo hay gente que realmente atrae a la armonía. Lo deben llevar en su código genético.

O tal vez lo que ellos entienden por armonía, a muchos nos parece un escenario artificioso y superficial en el que estar contento parece una broma.

Hay gente diseñada para esquivar el conflicto, para desdeñar los cabreos; impermeables a cualquier molestia.

Les envidio, debe ser una gloria sentirse así.

Pero los que no podemos impostar esa satisfacción, los que padecemos la molestia de una simple mosca, capaz de aguarnos el día que siempre encontramos aguado, no tenemos otra alternativa que refugiarnos en el perenne cabreo como nuestro único hermano. Solo él nos da seguridad. Solo él; el cabreo, nos entiende.

Pero somos desafortunados, de eso no tengo ninguna duda.

Juliu ha dit...

Eso os pasa porque sois seres urbanitas ,decadentes, aburguesados y desconectados de todo ritmo y ciclo natural.