diumenge, 23 de novembre del 2014

Papa Noël nos visita pronto

En la calle Mayor estaba Papa Noël, con su barba blanquísima y su vestidito rojo y blanco. Cuando uno se acercaba al hombre simpático y entrañable de cada Navidad podía advertir que su mirada era un poco desquiciada. Tenía la dentadura podrida y de su boca manaba espuma mezclada con sangre. En su bolsa de regalos había cabecitas de niños, separadas de tiernos torsos sin brazos ni piernas. Era el amigo de todas las Navidades y este año traía nuevos y maravillosos regalos. ¿Preparados para celebrar estos días con vuestras odiosas familias? El mensaje de este año es odio, odio y más odio. Mata a tu hermano, mata a tu madre, mata a tu padre. Cómete el turrón con las vísceras de tu abuelita. Noche de horror y decadencia. AVE SATÁN!

dimecres, 12 de novembre del 2014

La horda sin aliento

Tras un largo período de tinieblas, aquí estoy de nuevo, no sé hasta cuándo. Veremos...

Releyendo 'La Caída en el Tiempo', de Emil Cioran, en raída edición de Monte Ávila editores comprada en el rastro/mercado de sant Antoni en Barcelona, he extraído algunos fragmentos que resultan absolutamente vigentes. Pertenecen al capítulo 'Retrato del hombre civilizado':
 
De qué sirve asombrarse o quejarse? ¿No están los simulacros por encima de la esencia, la trepidación por encima del reposo? Cualquier paso adelante, cualquier forma de dinamismo lleva consigo algo satánico: el progreso es el equivalente moderno de la Caída, la versión profana de la condenación.
    Si el progreso es un mal tan grande, ¿cómo es posible que no hagamos nada para desembarazarnos de él? En nuestra perversidad es lo 'máximo' que deseamos: búsqueda nefasta, contraria en todo punto a nuestra dicha. El movimiento es una herejía, y por eso nos atrae y nos lanzamos en él, depravados irremediablemente, prefiriéndolo a la ortodoxia de la quietud. Estábamos hechos para vegetar, para florecer en la inercia, y no para perdernos en la velocidad y en la higiene responsable de la abundancia de esos seres desencarnados y asépticos, de ese hormigueo de fantasmas donde todo bulle y nada está vivo.
   

    Estamos tan intoxicados con la civilización, nuestra droga, que nuestro apego a ella presenta todos los signos de la adicción, mezcla de éxtasis y de odio. Cualquier necesidad, al dirigirse hacia la superficie de la vida para escamotearnos las profundidades, le confiere un precio a lo que no tiene ni sabría tenerlo. La civilización está fundamentada en nuestra propensión a lo irreal y a lo inútil. Si consintiéramos en reducir nuestras necesidades, en no satisfacer más que las indispensables, la civilización se hundiría de inmediato. Así, para durar, se reduce a crearnos siempre nuevas necesidades, multiplicándolas sin descanso. La civilización, al agregarle a los inconvenientes fatales de la naturaleza los inconvenientes gratuitos, nos obliga a sufrir doblemente, diversifica nuestros tormentos y refuerza nuestras desgracias. Nuestros deseos, fuente de nuestras necesidades, suscitan en nosotros una constante inquietud. ¿Qué hemos ganado con trocar miedo por ansiedad? La seguridad que nos envanece sustituye la agitación ininterrumpida que envenena nuestros instantes, los presentes y los futuros. Resultado de las apariencias, cada deseo, al hacernos dar un paso fuera de nuestra esencia, nos ata a un nuevo objeto y limita nuestro horizonte.

   
    Culpables de querer realizarnos más allá de nuestras capacidades y nuestros méritos, fracasados por exceso, nos prodigamos sin tener en cuenta nuestras posibilidades y nuestros límites. De ahí nuestro hastío. Que la naturaleza es algo corrompido es innegable, pero el mal de la civilización viene de nuestras obras o de nuestros caprichos. Si pudiéramos abstenernos de desear, de inmediato estaríamos a salvo de un destino. 
    ¿Es realmente para ganar tiempo que se inventaron esos aparatos? En medio de esos paralíticos al volante que han abolido el uso de las piernas, el caminante parece un proscrito o un excéntrico. Más desprovisto, más desheredado que el troglodita, el hombre civilizado no tiene un instante para sí; incluso sus ocios son enfebrecidos o agobiantes: un presidiario con licencia que sucumbe en el aburrimiento de no hacer nada (...).
   

    Mientras más se diferencia y complica la civilización, más maldecimos los lazos que nos atan a ella. Los males inscritos en nuestra condición son superiores a los bienes. Desprovisto del descanso necesario para ejercitarse en la auto-ironía , se priva también de cualquier recurso contra sí mismo. Las máquinas son el resultado, y no la causa, de tanta prisa, de tanta impaciencia. No son ellas las que impulsan al hombre civilizado a su perdición; es porque ya iba hacia ellas que las inventó como medios para perderse más rápidamente y con mayor eficacia.