dimecres, 3 de novembre del 2010

La zona

Los tres hombres yacían sin mirarse, espalda contra espalda, en el suelo de una estancia en ruinas. Para qué se habían dirigido allí nadie puede saberlo con certeza. Los anhelos que mueven a las personas son a menudo desconocidos hasta para ellas mismas.

El trayecto hacia ese espacio abandonado donde se encontraban había sido duro, trufado de peligros, reales o imaginarios. El habitáculo se hallaba en una zona indeterminada, en un espacio extenso y salvaje, mezcla de naturaleza desatada, ruinas de fábricas en desuso, chatarra de vehículos y carros de combate solitarios y mortecinos, corroídos por el tiempo. Lo que destacaba de aquel paraje era el silencio, un silencio sobrecogedor, que pone a uno ante sí, sin secretos, desarmado.

Los tres hombres se habían citado dos días antes en el único bar de un área insalubre, plagada de fábricas humeantes y donde el ruido de los trenes de carga que hasta allí llegaban era ensordecedor. Alejo, un escritor en plena crisis creativa había acudido el último al encuentro. En la diminuta mesa redonda al fondo del bar le esperaban Ricardo, un científico de aspecto algo descuidado, y un tal Puercoespín.

El motivo por el que los tres se habían reunido en torno a esa mesa era porque Puercoespín conocía un extraño territorio donde se podía acceder a un habitáculo en el que uno puede cumplir sus deseos. Él era el único que creía en la existencia de aquel espacio en el que se hacen realidad los anhelos más ocultos y cuyo origen tal vez fuera extraterrestre.

Tras charlar un rato, los tres abandonaron el bar y, con Puercoespín haciendo de guía, se adentraron en aquella zona misteriosa, a la que al parecer nadie se acercaba y que era custodiada por una especie de ejército secreto. Corrían rumores de que muchos habían enloquecido o se habían suicidado en ese paraje por motivos absolutamente desconocidos e incomprensibles. La soledad y abandono de la zona se debían a esas terribles sospechas, pero también a causa de las conjeturas sobre el hecho de que allí habían aterrizado naves extraterrestres. El acceso estaba vigilado por este motivo.

De la mano de Puercoespín, Alejo y Ricardo -escritor y científico, respectivamente- pudieron sortear, no sin dificultades, a los vigilantes de aquel territorio al que se dirigían. Ambos deseaban acceder a aquel habitáculo en el cual Puercoespín les había explicado que se cumplían todos los deseos. Ni el escritor ni el científico creían en realidad que aquello pudiera ser cierto, pero, quién sabe si por tedio o desesperación, los dos se habían adentrado en esa zona.

Puercoespín conocía aquel territorio y explicó a los escépticos acompañantes que en ese espacio la línea recta era imposible de seguir para dirigirse a un sitio concreto. Un insólito fenómeno hacía que, a cada paso, el camino cambiara por completo, y lo que por unos instantes parecía estar a una cierta distancia, una roca, por ejemplo, al acercarse se convertía en una charca amarillenta de líquidos tóxicos con todo tipo de artilugios flotantes: jeringuillas, cascotes, tijeras, balas, hasta un cráneo diminuto que bien podía haber pertenecido a una rata. Sin duda, se trataba de un espacio incierto y peligroso. Pero lo más sorprendente era lo que Puercoespín comentó al escritor y al científico: lo que hacía cambiar la zona continuamente era la voluntad de los individuos que en ella se adentraban. Así, la sensación de peligro creaba el peligro en la zona, y el estar seguro y tener fe hacían que el espacio fuera más controlable y menos amenazador. Era una zona que cambiaba, pues, por la acción de la mente.

Saltaban, sorteaban obstáculos y discutían entre sí los tres hombres mientras se dirigían -nunca en línea recta- al destino que Puercoespín, el creyente, les señalaba: el habitáculo donde se cumplen los deseos.

El escritor hacía tiempo que se encontraba sumido en una crisis creativa, dudaba ya del sentido de su verbo; acaso aquel extraño destino podría ser una fuente de inspiración que lo apartara de su estancamiento. Por su parte, el científico parecía obsesionado en criticar lo que, a su modo de ver, eran alucinaciones de Puercoespín: odiaba su fe en la zona y en aquella estancia mágica en la que se cumplían los anhelos más ocultos. Pese a todo, continuaba el camino.

Pasadas unas horas, y después de traspasar un espacio informe de ruinas y sumergirse en una especie de bautizo bajo unas aguas estancadas, accedieron al habitáculo. Entraron, pues, en la estancia y permanecieron ante la habitación donde tenía lugar el fenómeno por el que estaban allí.

Una tremenda angustia fue invadiendo, poco a poco, al científico y al escritor. Tenían miedo de que se realizaran sus deseos más ocultos y temían que éstos no coincidieran con lo que ellos creían que anhelaban. Ese estado les atenazaba e impedía dar el paso definitivo hacia la habitación. Les amedrentaba que se hiciera visible lo que realmente ansiaban, sus más profundos deseos.

De repente, el científico se levantó y sacó una pistola. Dirigía el arma en todas direcciones, el dedo estaba tenso en el gatillo. Puercoespín, lleno de lágrimas y desesperación, se abalanzó sobre él, para evitar que cometiera un disparate. Aquel era el único lugar que verdaderamente daba sentido a la vida de Puercoespín, el motivo de su fe. Él había conducido al científico y también al escritor, que en aquel momento yacía en el suelo con la mirada perdida, para ayudarles a realizar sus deseos. Que no quisieran verlos materializados no entraba en la cabeza del creyente. El acceso a esa supuesta felicidad objetivable podía desenmascarar dolorosamente los verdaderos anhelos del científico y del escritor y revelar la hipocresía y farsa en que habían vivido hasta entonces, una impostura tal vez inconsciente. Tras el forcejeo, el científico dejo caer el arma al suelo y cayó de rodillas desconsolado.

Tras esta situación de tensión, los tres se sentaron y permanecieron mucho tiempo en silencio, espalda contra espalda, ante la habitación donde se realizan todos los deseos.

Escrito por Espectro X