dimarts, 30 d’agost del 2011

Matar moscas a cañonazos


Cualquier sistema en el que uno se halle a veces puede dejar de funcionar. Sí, parece una verdad de Perogrullo, pero tal vez no lo es tanto. Mientras las cosas van bien, todo parece ir más o menos bien. Pero en ocasiones resulta que el sistema puede dejar de funcionar de manera digamos 'correcta' cuando, por un 'azar aparente' (que no es tal, pero que puede tener esta apariencia ya que escapa a nuestro control -las manijas que nos controlan, juegan y someten no tienen nada de azaroso-), uno entra en contacto con un agente 'peligroso', 'infectado' o se encuentra, sin saberlo, en el sitio equivocado o atrapado en una situación que escapa a su voluntad individual. De 'transitar más o menos libre' e 'integrado' en un sistema se pasa a la categoría de 'apestado' y de 'marcado', en el mejor de los casos. El tránsito de un estado a otro es a menudo súbito. Así pasa, salvando las diferencias, con las enfermedades, los sistemas político-económicos, las guerras ('esa otra manera de hacer política')... y, por supuesto, con internet.


Cuando se entra en contacto con un virus, por ejemplo, uno puede pasar de estar 'sano' a estar muy 'enfermo'. Con algunas afecciones sucede que se puede entrar de repente en un estado de 'marginación', más o menos visible, en el sistema social en el que uno se mueve. Así funcionan los sistemas sociales con frecuencia cuando alguien se infecta por una enfermedad 'sin solución', 'incurable' y que se puede transmitir. Sin necesidad de que se diga nada, uno nota y sufre el aislamiento, el vacío, la angustia que le 'brindan' la mayoría de sus semejantes. Nada nuevo.


En un sistema político-económico digamos 'democrático' -ya no entramos en las dictaduras brutales- puede pasar algo parecido, cuando uno está 'en el bando equivocado' o donde no debía. Las circunstancias hacen que se puede pasar de llevar una vida más o menos estable a caer en la ruina más absoluta. Esto puede sucederle a cualquiera con una 'crisis' económica grave, basta con que el sistema que rige 'la economía global' deje de funcionar 'más o menos bien' -determinando y tiranizando cualquier vía política-, se empiece a destruir empleo (hasta el teóricamente estable), se pierda el trabajo y no se pueda pagar la hipoteca del piso donde se vive o los alimentos, por ejemplo (en el llamado Tercer Mundo todo es veinte veces peor). La calle y esos seres que hasta hacía poco veíamos con ojos extraños y que nos asustaban al volver de farra en una noche loca cualquiera -los mendigos- pasan a ser 'nuestros compañeros' de portal o de cajero con los que compartiremos espacio para poder dormir. Así de simple y terrible.


Si hablamos de una guerra -'esa otra manera de hacer política'-, ya sabemos o podemos intuir cómo puede acabar un individuo que se halle -'por accidente' o no- en el bando perdedor (pertenecer a este bando significa estar 'en el sitio equivocado', al margen de cualquier convicción ideológica y política las más de las veces): tortura, muerte, campo de concentración.... ese es el destino. Todo va bien hasta que deja de ir bien. Está simplicidad con que las cosas se pueden desmoronar es espantosa, casi insoportable para la mente si se piensa en demasía. Se desequilibra y quiebra por cualquier motivo el sistema que hacía que los elementos se mantuvieran en un difícil 'estado de equilibrio' ('estado de excepción'), donde nada hacía presagiar que un pobre diablo pudiera quedar atrapado en 'tierra hostil' y ser ametrallado y pateado en una esquina. El 'estado antinatural de no-guerra' pendía de un hilo y no se era demasiado consciente o bien no se podía escapar cuando se desencadenó el conflicto. El frágil sistema estalló y derivó en un enfrentamiento armado. Acaso se creía que la cosas no llegarían a ponerse tan feas (sin una cierta dosis de 'optimismo' o inconsciencia, no se puede vivir, ciertamente). Los perdedores en este tipo de sistemas, 'los apestados', pueden quedar confinados en un gueto, en una 'zona de desinfección' o ser directamente aniquilados.


Como cualquier sistema (salvando las diferencias de ámbito, solo como concepto), internet tiene un funcionamiento parecido, aunque quizá para muchos/as más complejo e incomprensible pese o por su apariencia más atractiva y adictiva. Uno puede crear una bitácora o una web y ponerla en la red, por citar un ejemplo de lo más sencillo. Perfecto. Como siempre, todo va bien, hasta que deja de ir bien. Un buen día se intenta entrar en el blog y su acceso tiene la siguiente advertencia: 'Si entra en esta dirección, el ordenador corre un grave peligro, un código malintencionado se encuentra ubicado en este sitio y puede afectar gravemente al sistema. Mejor que no entre'. Cuando uno se enfrenta a una situación semejante, la cosa puede solucionarse fácilmente... o no, depende. Y todo tiene lugar por un aparente e incomprensible 'azar'. Es como tropezar por la calle: de repente nos vemos en el suelo; es algo absurdo, sin sentido -risible a veces para los demás-, pero pasa. De la noche a la mañana uno pierde todo lo que tenía escrito, sus fotografías, links, etc., porque el sistema detectó un código maligno en su blog. Vaya, vaya. La entrada en el mundo 'marginado' de la Red (el sistema) puede ser súbita y brutal, pues la detección de estos códigos la llevan a cabo robots, y estos bloquean el sitio o la web de uno 'a la mínima sospecha'; si alguien entra en este sitio, también queda atrapado. Es una locura. Muchas veces, se trata de un hiper-exageración del mecanismo de seguridad del sistema: no importa la gravedad. Internet se convierte entonces en una ratonera. Si 'el propietario' (es un decir) del sitio no domina un poco el tema, pueden entrarle escalofríos. Algo le ha infectado (o no) y no sabe cómo obrar. Está apestado. Por otra parte, se pueden 'infectar' otros sitios sin querer. Es como una enfermedad contagiosa adquirida: no se sabe ni dónde ni cómo se contrajo, ni si se ha transmitido a más personas. Súbitamente, uno pasa a ser un marginado -'infectado' o sospechoso- o, en el peor de los casos, a ser expulsado, excluido del sistema. 

diumenge, 7 d’agost del 2011

¡NO!


¡NO! es la primera palabra que articula y grita César, el simio que cobra una inteligencia extraordinaria y que protagoniza la interesante y espectacular película El origen del Planeta de los simios (dirigda por Rupert Wyatt y estrenada en España el pasado 5 de agosto). Gracias a la inoculación de Alz-112 -una droga experimental ensayada en monos y dirigida a combatir la enfermedad de Alzheimer, que sufre el padre del científico protagonista del filme, Will (interpretado por un mediocre James Franco: es lo de menos)- y sus extraordinarios efectos multiplicadores de la inteligencia símica (que no humana: el padre del protagonista parece curarse 'milagrosamente' de su demencia al ser inoculado con Alz-112 -pese a estar en fase experimental de ensayo en simios y no en personas-, pero pronto degenerará y empeorará), César se erige en el líder de la manada que inicia la gran rebelión de los simios contra la opresión y tortura a que son sometidos estos primates por parte de los humanos a través de los ensayos y experimentos de laboratorio, patrocinados en este caso por una empresa farmacéutica salvaje y sin escrúpulos, Gen-Sys -equiparable a muchas de las que existen en nuestro mundo-.

Dejando a un lado su espectacularidad -impresionante-, la película nos sitúa en una tesitura que nos puede resultar espantosamente familiar: La civilización humana se halla en un punto de no retorno en su carrera prepotente para controlarlo y someterlo todo, incapaz de poner límites a su insaciable y terrible sed de supremacia sobre todas las especies.

El ser humano dispone de increíbles herramientas de carácter científico y médico. La pregunta es: ¿Hasta dónde se puede seguir avanzando sin colisionar efectivamente con la naturaleza? ¿Dónde están los límites? ¿No se han sobrepasado ya muchos? Estas podrían ser algunas de las preguntas clave que puede suscitar, más allá de la anécdota y los efectos especiales -geniales, sin duda-, El Origen del Planeta de los Simios. Por cierto, la alucinante interpretación de César, el simio protagonista, eclipsa al resto de actores del filme -no creo que sea intencionado...- (el reparto no es demasiado acertado, todo hay que decirlo).

Pese a estar impregnada de tópicos made in Hollywood (falta de mala hostia -no sea caso que salte el Tea Party-, protagonista femenina florero -intolerable- incrustada en el filme con calzador -¿tal vez para que nadie piense en posibles inclinaciones zoófilas del protagonista masculino?-, etcéctera, merece la pena dejarse atrapar por la película. A poco que a uno todavía le quede un poco de cerebro -entre Facebook y la madre que lo parió, los móviles tipo ‘vibrador’, el iFuk, ‘la crisis’, el 20-N, e íconos tan subversivos y contraculturales como Belén Esteban...- le puede hacer pensar y, por qué no, incluso emocionar. Va dirigida a todos los públicos, es una superproducción, pero es disfrutable y hasta puede hacer reflexionar (y, con un poco de suerte, quizá incluso dar ideas a los del 15-M: que tomen nota del ¡NO! de César, el simio protagonista).

No sé qué opinará el colectivo animalista respecto a las ideas que se apuntan en la película, pero como filme de ciencia-ficción para el gran público acaso pueda hacer cavilar acerca del maltrato brutal infligido a los animales de laboratorio en aras del beneficio, primero de las multinacionales farmacéuticas y, de rebote y si suena la flauta, de las personas. Lo que más o menos está claro y queda reflejado -con sus limitaciones- en el filme es que los humanos somos una anomalía perniciosa. Todas las especies se adaptan al medio natural... menos el Homo Sapiens. El hombre pretende adaptar el medio natural a sus caprichos y a su afán insaciable de depredador y dominador sin límites. El resultado es la devastación y el desequilibrio infernales de la naturaleza animal, vegetal, mineral, etc. En este contexto, la ciencia parece intentar “salvar los muebles mientras arde la casa”.

No se trata de un clásico, está claro, pero resulta una interesante precuela de la original El Planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968).

[Cf. Hay una pavorosa película documental sobre el maltrato animal y vegetal para la producción industrial de alimentos, muy recomendable y de mucho más calado que la obra comentada: se llama Nuestro pan de cada día. Quizá alguien sabe si circula por ahí algún DVD de, este sí, durísimo filme.]